Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Ciclo A 

Supliquemos el Don del espíritu

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Sb 12, 13.16-19; Sal 85, 5-6. 9-10.15-16a; Rm 8, 26-27; Mt 13, 24-30

«El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad» -nos decía la lectura de la carta de san Pablo-. 
En el evangelio el Señor nos habla de las espigas, de la cizaña, de la medida de harina. Todo concluyendo -diríamos- en una simple afirmación: donde nosotros no podemos alcanzar, donde llega la medida de nuestra incapacidad, donde llega la medida de nuestra impotencia, de nuestra debilidad, Dios sobreabunda con el don del Espíritu Santo, sobreabunda la gracia -dirá también san Pablo-. Pero en este caso sobreabunda el Espíritu que es el que viene en ayuda de nuestra debilidad. Ayuda del Espíritu que nos es dada para conducirnos a Dios, para conducirnos a la vida según el Señor nos ha indicado y según nuestra fe nos enseña. El Espíritu viene en nuestro auxilio para conducirnos a la salvación. Es lo mismo que hace un padre que da la mano a su hijo pequeño para conducirlo hacia un determinado lugar. El niño sin la mano del padre, probablemente no sabría llegar, no podría llegar, tropezaría, se caería, correría riesgos, peligros al cruzar las calles…La mano del padre, la fortaleza del padre, la seguridad del padre es lo que permite que el hijo pueda llegar a alcanzar la meta propuesta por la vida o por el mismo padre muchas veces.
Así es la ayuda del Espíritu. Así nos ocurre a nosotros cuando nuestra flaqueza arrecia o cuando nuestra debilidad nos hace 
-diríamos- despistarnos, enflaquecer, distraernos, errar, equivocarnos, pecar. Nunca nada es inalcanzable para aquellos que aman a Dios. Porque donde llega nuestra flaqueza, donde llega nuestra debilidad sobrepasa la asistencia y la ayuda del Espíritu Santo.
Dice Pablo: «no sabemos orar como conviene, por eso el Espíritu acude en nuestra debilidad para enseñarnos a orar como conviene». El libro de la Sabiduría dirá también: «Si a duras penas logramos entender lo que está al alcance de nuestros ojos, ¿cómo podríamos conocer tu voluntad si Tú no enviaras tu Espíritu Santo?» 
Dios conoce nuestra realidad; pero es menester que también nosotros la asumamos. Dios conoce nuestra debilidad y nuestra flaqueza; es menester que nosotros también la asumamos. La asumamos y como mendigos supliquemos el don del Espíritu para que, llenando nuestro corazón, haga posible en nosotros lo que para nosotros sería inalcanzable. Las cosas más cotidianas y las cosas también más extraordinarias. Pero no como quien repara un motor averiado, sino algo más de fondo, mas de raíz, porque nuestra vida es más importante que cualquier motor. 
El Espíritu del Señor viene en nuestra ayuda para conducirnos a la vida, al paraíso perdido, a la vida feliz, a la vida a la que el Señor nos ha llamado. Para conducirnos a la mesa del banquete del Reino donde hay un lugar con nuestro nombre. El objetivo del Señor, el deseo del Señor no es simplemente reparar algo de nuestra vida, sino repararlo para conducirlo, para hacerlo capaz de Dios. Por eso san Agustín dirá: «El Espíritu Santo nos hace capaces de Dios». Porque, de lo contrario, por nuestra flaqueza o nuestra debilidad, no seríamos capaces de Dios. Por eso El viene en ayuda de nuestra flaqueza, en auxilio de nuestra flaqueza. Y no podemos hacer de ello un pasaje extraordinario de nuestro seguimiento de Jesús. El Espíritu viene en nuestro auxilio para que podamos afrontar lo cotidiano, pues, precisamente, lo cotidiano y lo ordinario es la base de toda una vida. Porque nuestra vida se va componiendo de días sumados uno tras otro, de actitudes forjadas día tras día, de hábitos o virtudes adquiridos día tras día, con constancia, con paciencia, con amor. Y hacia ahí está la obra del Espíritu. Y esa es la obra que el Padre confió a Jesús -decía el profeta Isaías- «Mirad que hago nuevas todas las cosas». Es el Espíritu el que lleva a cabo la obra de Jesús, el que termina la obra de Jesús. Y es el Espíritu el que hace nuevas todas las cosas en cada uno de nosotros. Pero no las cosas aisladas sino las cosas globales, el total de nuestra vida que se compone de cosas pequeñas, pero que están dirigidas hacia el final: «ser llenos del Espíritu Santo», como dirá san Serafín de Sarov, y «alcanzar la gloria del Padre». 
La ayuda cotidiana del Espíritu Santo en nuestra vida construye el reino definitivo de Cristo en nosotros y en el mundo. Y así como el Espíritu viene a sanar, a cubrir, a superar nuestras flaquezas, a hacer posible lo que a nosotros solos nos sería imposible, también viene a subsanar las raíces del mal que afecta, que atañe a nuestro mundo. Por eso también es menester que -como la mujer que puso la medida de harina con levadura-, también es menester que supliquemos el don del Espíritu como el mendigo suplica la limosna. Porque el don del Espíritu puede hacer fermentar nuestra pequeñez, el reino de Dios presente en nuestro corazón para que crezca en el mundo nuestro y que haga nuevas todas las cosas. También esa es una tarea que nos confía el Señor y que debemos tener consciente. 
Nosotros no podemos resolver los problemas del mundo. A duras penas podemos resolver los nuestros. Y solos, no podríamos tampoco. Pero Dios sí puede hacerlo. Por eso se hace necesario esa súplica al Señor que derrame su Espíritu de nuevo sobre nuestro tiempo, sobre nuestras vidas, porque el Espíritu Santo hace nuevas todas las cosas. El es capaz de sacar agua de la roca y El es capaz de convertir, de transformar, de sacar de las piedras hijos de Abraham -como dijera Jesús-. 
Pero para poder suplicar al Espíritu que transforme nuestro mundo, que saque a nuestra sociedad y a los hombres de nuestro tiempo del hueco, del agujero en que nos hemos metido, hemos de comenzar también suplicándole que nos saque a nosotros de nuestros huecos, que cubra nuestras necesidades, que cubra nuestras flaquezas para que así nosotros podamos ser ese fermento, esa levadura puesta en la harina. Podamos ser ese pequeño grano de mostaza que crece, que da cobijo a muchos pajarillos. Y de nuestra pequeñez el Señor pueda sacar su gloria.
El Espíritu viene en ayuda, en auxilio de nuestra necesidad, en ayuda de nuestra flaqueza para hacernos fuertes en la fe, fuertes en la esperanza, fuertes en el amor, y para recrear en nuestro mundo, para volver a crear, a llevar a cabo el proyecto primero de Dios, cuando antes de la creación del mundo Dios quiso impulsar el nacimiento en la creación de un mundo que no se parece demasiado ahora al que nosotros hemos hecho de él. Por eso el Espíritu Santo quiere ser la fuerza de nuestra debilidad en la construcción de ese nuevo mundo, en la recreación de todas las cosas en Cristo.