Domingo XV de Tiempo Ordinario, Ciclo A 

Dios quiere a cada uno

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 55, 10-11; Sal 64, 10. 11. 12-13. 14; Rm 8, 18-23; Mt 13, 1-9

El pasado miércoles el Papa Benedicto XVI, comentando uno de los salmos decía: «Desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y Él ha decidido salvarnos».
En el camino de nuestra vida cotidiana, los hábitos, los trabajos, las tareas, las responsabilidades, los quehaceres del mundo, el estar atareados en muchas cosas -como decía Jesús a Marta- hace que perdamos de vista a veces lo que podríamos definir como un instante especial (porque no hay palabra capaz de encerrarlo) en el que Dios nos contemplaba antes de la creación del mundo a cada uno de nosotros y -ya entonces- decidió salvarnos.
Nos habituamos a muchas cosas, las hacemos un poco según nuestra medida, según nuestra visión, según nuestro entendimiento. El hombre moderno es bastante independiente y el criterio que uno mismo se forma pasa a ser un dogma de fe en su vida. Muchas veces no escucha, habla. Otras veces enseña, no aprende. Y eso nos lleva a situaciones muy particulares especialmente en nosotros los cristianos porque estrecha nuestro ángulo de visión de la vida y sobre todo nuestro ángulo de visión «de la vida tal como Dios la ve». Y por ello, tan inmersos como estamos en el presente, en las cosas cotidianas, olvidamos la fuente de nuestra vida. «Desde antes de la creación del mundo estábamos bajo la mirada de Dios y El decidió salvarnos». 
No es necesario hacer grandes comentarios. Los comentarios los hacen por sí solos esas pocas palabras. A veces uno desearía escribirlas muy grandes sobre un mural, sentarse frente a él y no dejar nunca de mirar esas palabras para no romper ese instante -yo diría- idílico de encuentro con Dios.
Es algo «especial» saber que antes de crear las cosas, antes de nada, Dios ya te amaba, ya me amaba, ya me contemplaba, El a mí, cuando todavía yo no era ni un proyecto de futuro. Pero en el corazón de Dios mi nombre estaba ya inscrito. El ya había decidido -como dice la Escritura- sacarme de la fosa cruel y violenta, de la vida vivida sin Dios, para conducirme a los grandes prados, de los que nos habla el Sal 23, y allí darme lo que necesito para vivir.
Y no en vano dice la primera lectura de hoy que la Palabra del Señor es «como la lluvia, que no vuelve al cielo sino después de fecundar la tierra», porque ese amor de Dios, esa mirada con la que Dios nos miraba antes de la creación del mundo, ese deseo de salvación que Dios tuvo por nosotros, tenemos la certeza de que se hace y se hará realidad en nuestra vida. Porque el deseo de Dios y el amor de Dios, al igual que la Palabra, también «es como la lluvia, que llega a la tierra y no vuelve al cielo sino después de haberla fecundado».
Así el amor de Dios llega a nuestra vida irrumpiendo de las maneras más personales. En cuanto le damos la más mínima oportunidad El se cuela en nuestra historia, se cuela en nuestra vida hasta por el agujerillo más pequeño. Podemos ser un bunker cerrado y hermético pero El se cuela.
Una madre decía una vez que ella quería más a su hijo mayor 
-simplemente decía como razón- «porque llevo más años amándole. Al hijo pequeño –como es más joven- llevo menos años amándole».
¿Nos imaginamos lo que significa para nosotros que Dios me lleve amando más tiempo de al mundo , porque nos amó aún antes de crearlo? Se calcula en miles de años la creación del mundo. Miles y miles de años. ¡Y que Dios lleve todo ese tiempo entre comillas, amándonos! ¡a cada uno en particular! con nuestro nombre y nuestro apellido. Con nuestras peculiaridades, con nuestras torpezas y nuestras virtudes. Con todo a cuestas, Dios lleva miles de años amándonos. Porque El vive más que miles de años.
Y a veces nos pasa como al hijo pródigo antes de marcharse, que nos hemos habituado y no nos gozamos cada día de esa presencia especial, de ese amor de predilección que Dios nos tiene a cada uno.
Sí, Dios quiere a todo el mundo -pensamos muchas veces-. Y lo decimos: Dios quiere a todos. Y no es así. Dios no quiere a todos, Dios quiere a cada uno. Porque cada uno es especial para Dios. Por eso lleva tantos años amándonos a cada uno en particular. No importa que hagamos el bien o el mal. Aún no existíamos y el Señor nos amaba. Pero nos falta tiempo, nos falta dedicación para detenernos ante esto y simplemente dejar que esas palabras resuenen en nuestro corazón. Porque no se trata de meditar en esa palabra. Se trata de acogerlo -como hemos repetido muchas veces parafraseando las palabras de Lucas- de «acogerlo y guardarlo en el corazón». El amor no es meditable, no es pensable, el amor es vivible -valga la expresión. El amor es experimentable. Es como el espíritu, como un río de agua viva que nunca termina. Así es el amor. No podemos encerrarlo en el pensamiento. 
Evagrio, el Póntico, discípulo de San Antonio el Grande, el primero de los monjes de la Iglesia, decía a sus discípulos: «¿Amas a Dios? Luego eres teólogo». Es decir, lo conoces perfectamente, porque la perfección del conocimiento de Dios es el amor. Y la perfección del conocimiento de cada uno de nosotros es por el amor, a causa del amor de Dios, siempre, desde antes de la creación del mundo. Decíamos en otra ocasión: Cuando el hombre se arrodilla ante Dios es cuando Dios queda en la dirección de la mirada, a la misma altura de la mirada de Dios. Pues bien la recomendación que se nos hace es precisamente arrodillarnos ante Dios para estar a la altura de su gracia y recoger ese amor que nos tiene y ese deseo de salvación que nos tiene desde antes de la creación del mundo.
Por eso la invitación a arrodillarnos ante Dios para poder mirarle 
-valga la expresión- a los ojos y ser mirados por Dios. Y en ese intercambio de miradas dejar fluir de Dios a nosotros esa corriente inagotable de amor porque en ello está nuestra vida.