La transfiguración del Señor 

«Levantaos, no tengáis miedo» 

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Dn 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9; 2P 1, 16-19; Mt 17, 1-9

Siempre en momentos clave o en momentos puntuales, Jesús les dice lo mismo a los discípulos: «Levantaos. No tengáis miedo». Pareciera como si en muchos momentos estuviera como más pendiente de nosotros que de otras cosas, como si estuviera -ya en aquel tiempo- pensando en las situaciones de nuestro tiempo y en las situaciones en que nosotros mismos íbamos a tener que desenvolvernos.
«Levantaos. No temáis». ¿Por qué será que cuando nos encontramos con el Señor, así un poco cara a cara, nos suele pasar como a los discípulos? ¡Tenemos miedo! Y en el fondo piensas que es miedo a dar la vida. Y también nosotros –como los discípulos- nos caemos de espanto. Nos da miedo. 
Vivimos felices con el Señor y estamos muy a gusto con El. Alabamos al Señor, leemos la Palabra de Dios, hacemos lo posible por vivir una vida coherente. Pero ¿qué nos falta?. Cuando miras a los primeros cristianos y a los cristianos de ahora, cuando nos detenemos y miramos a los primeros fieles de Roma, ya no a los de Jerusalén, a los de Roma, y miramos a los fieles de nuestro tiempo, con facilidad tiendes a preguntarte ¿cuál es la diferencia?, ¿qué tenían aquellos hombres que no tenemos nosotros? Ellos dieron la vida y nosotros no la damos. La diferencia aparece como muy fuerte. Ellos no tenían miedo. Nosotros tenemos miedo. Muchas veces sabemos lo que el Señor nos está proponiendo en la Palabra, sabemos lo que Dios espera de nosotros, lo que Dios nos ofrece para nosotros... pero nosotros tenemos miedo.
Cada vez que en los evangelios salen estas palabras de Jesús: «Levantaos. No tengáis miedo» -que Juan Pablo II repitió hasta la saciedad los veinticinco años de Pontificado-, no podemos por menos de recordar las palabras del Señor a Abraham: «Sal de tu tierra y vete a la tierra que yo te daré». Si el Señor viniera a nuestra vida como surgió en la vida de Abraham, hoy que nosotros conocemos al Señor ¿qué haríamos? Abraham no conocía al Señor, nunca había oído hablar de Dios, viviendo como estaba en un contexto pagano donde había muchos dioses, uno para cada necesidad, pero él escuchó su voz, nosotros no solamente hemos escuchado la voz del Señor, yo diría que casi lo hemos visto porque lo hemos experimentado en nuestra vida, lo hemos casi tocado con nuestras manos, lo hemos contemplado con los ojos del corazón y con el corazón hemos experimentado su amor y su presencia.
Abraham salió de su tierra. Nosotros ¿qué haríamos? En principio, en teoría lo tenemos muy claro y: «sí, claro que sí, lo que Dios quiera», diríamos. 
Recuerdo una ocasión, hace algún tiempo, en la que un sacerdote me decía que desde siempre había sentido una fuerte vocación a la vida monástica pero que nunca había seguido la llamada porque le daba miedo dar la vida. Y sabía que ser monje es dar la vida. «Levantaos. No temáis». Parece como que el Señor nos estuviera ofertando algo para lo que nos sintiéramos incapaces. ¿Qué hay en nuestro corazón que tiene miedo? ¿Tiene miedo a salir de lo normal, de lo corriente, a ser cristiano de verdad? No a rezar. No a vivir en comunidad porque eso –digamos- en el fondo muchas veces no nos compromete. Nos entretenemos pensando que somos la Iglesia del Señor, pero –en muchas ocasiones- no se ve por nuestras obras. Y ¿por qué tenemos miedo? ¿Qué hay en nuestro corazón que nos impide dar la vida por el Señor.
¿Qué había en el corazón de aquellos cristianos de Roma, por ejemplo, que dieron la vida? ¿Os imagináis? -Los padres de familia que tenéis montón de experiencias de Dios a lo largo de vuestra vida-. ¿Os imagináis en el circo de Roma, diciéndoles a vuestros hijos: Adelante hijo mío, ve a la búsqueda del león, porque entre sus fauces -como decía san Ignacio de Antioquia- amasará en ti la harina del pan de la Eucaristía? ¿Lo haríais? 
Esa es la diferencia que hay entre aquellos y nosotros. ¿Por qué esa diferencia? Esa es la diferencia de la Iglesia de entonces y de la Iglesia nuestra, de nuestro tiempo. Aquella Iglesia llena de signos y señales de la misericordia de Dios y del amor de Dios por los hombres. Tan firme y tan fuerte, -a pesar de ser pequeña todavía- que se llevó por delante toda una civilización. Y a nosotros se nos está llevando por delante la civilización. Y la Iglesia alarmantísimamente en Europa está descendiendo a marchas forzadas -según las estadísticas de la Santa Sede-.
Y piensas: evidentemente. Los primeros cristianos se levantaron y no tuvieron miedo. No tuvieron miedo a ser lo que son, a ser lo que eran y a vivir como tales.
Celebramos -hace unos días- el pasaje de la Escritura del martirio de los Macabeos, su madre y su preceptor Eleazar. ¿Recordáis el texto del Antiguo Testamento? El rey buscaba la apostasía de Eleazar y la apostasía de la familia. Y la madre decía: «Adelante hijos míos, sed fieles, no os rindáis». Y mientras el tirano los despellejaba, los iba troceando poco a poco hasta conseguir la muerte. Y la madre alentaba a cada uno de sus hijos a ser fieles a Dios, porque, después de esta vida, -no os preocupéis-, la del Reino nadie os la podrá quitar. 
Evidentemente hoy no ocurren los signos y señales de los primeros tiempos de Roma. Y yo diría que ese es -hablando en lo humano- que ese es el verdadero dolor del Señor -si podemos hablar así-. Eso es lo que todavía deja coleando -digamos, por hablar de alguna manera- esa acción del Espíritu del Señor que quiere renovar verdaderamente la Iglesia que lleva treinta años queriendo renovar por dentro a la Iglesia, pero que aún no logra mover nuestros corazones hasta dar la vida por Dios. Y el Señor vuelve a decirnos: «Levantaos. No tengáis miedo». Y día tras día vuelve a decírnoslo. Es la palabra de esperanza de Dios.
En la transfiguración los discípulos vieron la gloria de Dios. En el circo de Roma, los paganos el Emperador y toda su cohorte y los ciudadanos de Roma que apoyaban los juegos del Emperador, veían la gloria de Dios cuando los mártires daban la vida.
Pero como dice el refrán. «Ni entran, ni dejan entrar». Nosotros, ni damos la vida, ni dejamos darla muchas veces. Por el miedo que atenaza nuestros cuerpos. Muchas veces necesitamos que el Espíritu del Señor sacuda nuestras entrañas para que se nos caigan todos los temores a Dios, todas las situaciones de desesperanza en que vivimos, y en que vive nuestro tiempo. ¿Cómo van a creer en Jesús si no hay quien les predique? -dice san Pablo- ¿Cómo van a ver a Dios en nuestro tiempo si no hay hombres que den la vida por Dios? Por Dios. No por otra cosa. No por un hijo. No. Por Dios. No por un pariente. No. Por Dios. 
Por un hijo, cualquiera da la vida -diríamos parafraseando el texto de la Escritura-. Pero ¿por Dios?
«¡Levantaos!», dice el Señor de nuevo hoy a nosotros. «No temáis». Es más lo que vais a recibir que lo que podéis ofrecer. 
El mundo necesita más de Dios de lo que nosotros le dejamos entrar. 
Cuando en muchas ocasiones reflexionas sobre la vida de los santos. Vas leyendo, vas recordando, y siempre me ha causado mucha ternura la figura de santa Mónica, porque su oración y su entrega a Dios abrió las puertas para que Dios pudiera llegar a la vida de san Agustín, hasta que llegara a ser santo. La entrega de la vida de la madre.
¿Qué pasaría en nuestro mundo si los cristianos, de verdad diéramos la vida por el Señor? Pero de verdad, sin palabrillas sueltas. Pues que nuestro mundo conocería a Dios, como Agustín conoció a Dios. Nuestro mundo se salvaría como Agustín conoció la vida, la gracia, recibió el don del Espíritu, recibió la gracia de Dios, se salvó y es un hombre que nos enseña el camino hacia Dios.
«No tengáis miedo». «No tengáis miedo».
Sabéis que en la tradición monástica, el mes de agosto es el mes de la rendición de cuentas. En el primer monacato de la Iglesia, durante este mes de agosto, se celebraba la «mesoré», en la que todos los monjes que vivían en el desierto y que habían nacido a la sombra de san Pacomio, llegaban hasta el monasterio central de toda la Congregación monástica para rendir cuentas. Para nosotros, el mes de agosto es también el mes de nuestra rendición de cuentas. Rendición de cuentas a Dios de cómo hemos administrado durante este año el don de Dios, de cómo hemos administrado durante este año la llamada de Dios a seguirle y cómo hemos administrado ser discípulos del Señor. Como al administrador -que dice el evangelio-, el Señor nos llama en este mes de agosto para que rindamos cuentas de nuestra administración.
Yo simplemente os dejo invitándoos a esa reflexión. ¡Qué tenían aquellos primeros hombres, aquellos cristianos en Roma, que daban su vida y estimulaban a darla... Y cuando estaban en la mazmorra del circo se alentaban unos a otros. Decían: ¡Animo!. Venga, que el Señor va a salir a tu encuentro. ¡Animo! Y salían cantando. Y nosotros normalmente más bien escuchamos: Tampoco hay que tomárselo tan en serio. ¿Verdad? Total tú, ten en cuenta que estáis casados, tenéis unos cuantos niños, viene ahora otro de camino… 
¡No sois monjes! No podéis dar vuestra vida… 
No hombre. Dar la vida eso es para los monjes… Vosotros sois una familia. Y la familia es lo primero… porque los laicos somos ante todo una familia que tenemos que cuidar de nuestros hijos… Tenemos que abrirles un futuro… Tenemos que…”
Si seguimos mirando hacia Roma, los «tenemos que...» serían un poco distintos de lo que nosotros pensamos.
¿Qué tenían ellos que no tenemos nosotros.
¿Qué tenían aquellos primeros monjes del monacato en el siglo IV que también nosotros los monjes hemos dejado en el tintero. 
El Señor nos dice: “Levantaos”. Salid de la comodidad en que os encontráis. Salid de la situación que os habéis creado. Porque si analizas lo que tienes entre manos te darás cuenta que la mitad es trigo... y la otra mitad, cizaña. Y tú has cuidado muy bien el campo 
-como dice el evangelio- pero junto al trigo te ha salido la cizaña. Nadie te está juzgando -como le dijo el Señor a la mujer adúltera- nadie te está juzgando. Pero es un hecho. Junto a lo que tú has sembrado te ha salido la cizaña. Entonces: “¡Levántate! sal de la situación en que estás. Pon en el cedazo las cosas para poder separar bien de tu vida lo que viene de Dios y lo que te has buscado tú solo, o te lo ha buscado la vida en tu lugar. Para separarlo. Porque es tiempo de gracia, es tiempo de Dios. Es tiempo de rendir cuentas a Dios para poder continuar el camino. Para poder vivir y poder alcanzar la meta que se nos ha propuesto. Para poder entrar en la tierra que el Señor nos ha prometido. Para poder entrar en la tierra de promisión. Es tiempo de preparar las cosas. Porque se acerca el día del Señor para nosotros.