Domingo XXII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Hombres de comunión

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Jr 20,7-9; Sal 62; Rm 12,1-2; Mt 16,21-27

La Palabra del Señor nos pone siempre en una situación de expectativa, de escucha y de acogida. Porque evidentemente es una Palabra que viene a respondernos a nuestra vida de hoy, a nuestras situaciones concretas, a los momentos ya específicos en que vivimos. 


«A cada uno se le dará según su conducta», según su manera de vivir, según las raíces propias en que el árbol se afiance, y según la fuerza misma del afianzamiento -valga la expresión- del árbol. Porque, evidentemente, de lo que se siembra se cosecha. Tal y cómo uno vive así es la reciprocidad de la vida. Tal y como uno vive encuentra aquello que busca, si se adecua al camino que hay para encontrarlo. 


Y evidentemente la Palabra del Señor nos aboca a una vida de paz, de concordia, a una vida de amor, a una vida de comunión con los demás. Comunión que aboca, no ya simplemente a una relación cordial, ni a una relación más o menos intensa. El Señor nos aboca y nos empuja a una realidad mucho más sencilla, pero a la vez mucho más profunda: ser una sola cosa entre nosotros, tener los mismos sentimientos, pensamientos de Cristo -como decía san Pablo- . 


La vida en comunión nos habla de esa unidad que supera todas las situaciones humanas. Una vida en comunión no es simplemente una vida de amistad, más bien supone que uno ha dado ya la vida de hecho y vive para el otro y para los demás. Una vida en comunión es una vida abierta. Es como un inmenso abanico que va recogiendo palito tras palito en un solo eje para que pueda hacer aire a todo aquel que está cerca. Una vida de comunión no es un círculo cerrado, es -como el abanico- un círculo abierto y abierto al mundo y que se proyecta sobre el mundo, sobre la vida, sobre cada situación y cada actuación concreta y específica. 


El hombre de nuestro tiempo está limitando mucho su vida y su actividad porque vive para sí y muere para sí. Y a esta situación, ya nos respondía Pablo cuando decía: «Porque nosotros no vivimos para nosotros mismos. Si vivimos, vivimos para el Señor y si morimos, morimos para el Señor. Porque en la vida y en la muerte somos del Señor». 
La vida en comunión lleva a una proyección universal, abierta, una vida de entrega, una vida donde la propia existencia se parte y se reparte, más allá de los afectos, más allá de la cercanía y más allá de las simpatías y de cualquier coyuntura humana. Jesús murió por todos y cada uno de los hombres. El cristiano, el que vive en comunión, vive también por todos y cada uno de los hombres. El que vive en comunión, el hombre de comunión, vive pendiente de cómo puede crear esa comunión, de cómo puede hacer, de cómo puede vivir, qué es necesario hacer para que el hombre encuentre a los demás. Para hacer ese hombre de comunión que Jesús creó y que Jesús nos plasmó en la Eucaristía de una manera dominante, preferencial. Porque Jesús es hombre de comunión en la Eucaristía, se nos entrega plena y verdaderamente a cada uno.


El hombre de comunión del que nos habla el Evangelio es ese hombre que se encontrará con Dios y será juzgado en el amor -como dice san Juan-. Es aquel que vive abierto a todos incondicionalmente y que nunca hace una parte para sí mismo, ni tiene siquera espacio para sí. Vive para Dios. Vive para los demás. Vive para llevar a cabo cada día y en cada momento esa voluntad de Dios donde uno mismo no cuenta, porque para lo que uno cuenta -como ocurre en la vida de Jesús- es para entregar su vida por los demás. 


La «comunión» es algo que tiene muchos contrasentidos en nuestro tiempo. Por eso una vez más comprobamos la vitalidad de la palabra del Señor en el transcurso de los años, de los siglos. 
Hoy, frente a cualquier otra posibilidad u oferta humana, el Señor nos recuerda la necesidad de ser hombres de comunión. Hombres que salgan al encuentro de los hombres. Que se busquen a los otros para compartirles el don de la vida. Hombres que no se limiten a los suyos, a los cercanos, a los próximos. Hombres que se lancen a crear nuevos lazos de comunión entre todos los que están cercanos y lejanos.
El hombre de comunión es el hombre de amor y el hombre de amor es el hombre que da la vida por el Señor y en el Señor da la vida por cada uno. Y ese es el que recoge en esta vida, en este mundo y en el reino venidero. Porque el que siembra amor, cosecha amor. El que siembra paz, cosecha paz. El que siembra unidad, cosecha unidad. 


Pero cuidado no caigamos en el error que se ha ido repitiendo a lo largo de los años: los círculos cerrados entre aquellos que comparten algún ideal, un grupo de hombres y otro grupo de hombres. Tú eres tú y yo soy yo. Y marcamos más las diferencias que los lugares de encuentro. Nos ha ocurrido en la Iglesia que, desgraciadamente, se ha ido rompiendo y fraccionando. 


Pero por eso el Señor hoy llama, espera y anhela hombres de comunión, hombres de unidad, hombres que superen esas rupturas. Hombres que no vivan cerrados sobre sí mismos ni sobre su propio entorno. Hombres que vivan abiertos al deseo y a la esperanza de Dios. Hombres que vivan abiertos al amor de Dios y a la vida de comunión. Hombres que creen comunión y que creen universalidad. Como el amor, como la redención. 
Pero es verdad que lo más fácil, para nosotros los hombres, es vivir replegados sobre nuestra pequeña realidad, no como un centro nutricional, un lugar de encuentro para alimentar nuestra existencia como cristianos, sino también muchas veces nos replegamos sobre nosotros mismos. Nos replegamos en nuestras propias necesidades y nos olvidamos que el hombre está hecho para amar, que el hombre está hecho para darse, más aún, que el hombre crece en la medida en que se regala. Porque el hombre madura en la medida en que se da, más allá de sus propias limitaciones y más allá también de sus propias fronteras. El cristiano es el hombre de comunión por antonomasia. Es el hombre que crea unidad en el amor porque el amor crea unidad por sí mismo. 
La Palabra del Señor: «Según su conducta», nos habla preferencialmente, de nuestro propio estilo de vida y nos ofrece ser hombres que viven como Jesús porque han descubierto que la vida crece en la medida que uno se da. 
Es lo mismo que el parto o nacimiento de un niño. Primero, el niño es concebido cuando el esposo y la esposa salen de sí mismos al encuentro del otro. En un segundo momento, la vida comienza a ser real cuando el niño nace y se separa del seno de la madre. 


Siempre la vida comienza cuando «sales» de ti mismo o –como en el caso del niño- cuando abandonas el lugar del que dependes para comenzar a ser tu mismo. Abraham salió de su tierra. Jesús salió de su tierra. Los discípulos salieron y fueron enviados: «Id por todo el mundo». Salieron de su tierra. La vida comienza saliendo de nosotros mismos. 


Ahora bien, el Señor nos ofrece un campo muy grande: la tierra. Nos ofrece un campo grande para poder ir sembrando esa comunión, ese amor que haga que los que están cerca de nosotros como los que están lejos, descubran y comprueben que vivir vale la pena y que vivir cerca de Dios es el regalo más grande que el hombre ha podido recibir. Porque viviendo cerca de Dios se descubre el amor. Podemos ser muy tercos testarudos, pero cuando vives cerca de Dios siempre acabas descubriendo el amor. Y lo acabas descubriendo porque es una verdad que se te impone, una evidencia que es más grande que tú. Y lo descubres a medida que vas saliendo de ti mismo para ir al encuentro del otro. Y el otro que también sale de sí mismo porque necesita amar se encuentra contigo a mitad de camino. El hombre está hecho para los demás. No caigamos, pues, no tropecemos en el error de nuestro tiempo que parece que todo esté hecho para uno mismo y uno sea «el ombligo del mundo». 


La vida vale la pena y es importante cuando la regalas y cuando la regalas. Aunque a veces limitamos nuestro dar la vida a los más inmediatos o, incluso, lo enmarcamos en el concepto de familia, como si no hubiera más mundo, como si ese amor que regalo a esa familia mía fuera todo el que yo tengo dentro. Pero siempre que limitamos el amor lo empobrecemos, en lugar de crecer decrece, no se desarrolla. 


El amor necesita ampliar horizontes. Y si un hombre que ama no amplia horizontes tendrá que preguntarse si ha conocido el amor verdadero. Si un hombre que ama no necesita amar a cincuenta millones -por decir una tontería- habrá que preguntarse si ha conocido el amor verdadero. Si un hombre que ama puede limitarse a amar a diez personas, a quince, a veinte, porque -se dice a sí mismo- a más de diez o quince o veinte ya no se les puede amar con la misma intensidad, y así se cae en un anacronismo. Porque el Señor nos amó a todos con la misma intensidad, aún a nosotros que entonces no estábamos más que en la mente de Dios. 
Todo va a depender de la intensidad con que amemos a Dios. Entonces sí que seremos capaces de amar a los demás.