Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Perdón y compasión

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Ecl 27, 33-28, 9;  Sal 102,1-2. 3-4. 9-10.11-12;  Rm 14, 7-9; Mt 18, 21-35  

Perdón y compasión. Dos palabras esenciales en la vida del cristiano y por tanto en nuestra vida.

Las lecturas comienzan exaltando el corazón compasivo y misericordioso. Y realmente, cuando las escuchas, te das cuenta que si el hombre tuviera un corazón compasivo y muchos de los problemas no existirían. Nuestro tiempo no deja mucha ocasión a la compasión.

Compasión significa -como dice la misma palabra- «padecer con». Hacer tuyo el padecimiento del hermano, vivir en tu corazón lo mismo que está viviendo tu hermano. Encontramos, pues, una referencia directa a las palabras de Jesús: «Reíd con los que ríen, llorad con los que lloran». Ese padecer con el hermano, o compartir el padecimiento del hermano o, por último, ese hacer tuyo el padecimiento del hermano -sea cual sea este padecimiento o la causa que lo produce- nos abre el corazón a entender la vida y a entender al hermano. Pero, por lo contrario, cuando nuestro corazón no es compasivo, muy fácilmente llegamos al juicio y a la condena, porque normalmente van tan unidos como el filo de una cuchilla.

Por eso, tanto Jesús en el Evangelio como toda la Escritura, nos insisten en la compasión como elemento esencial para la vida del hombre.

La experiencia la hemos tenido todos. Todos hemos llegado –desgraciadamente- a pensar mal de alguien y todos hemos experimentado lo mal que te encuentras cuando realmente piensas mal del otro convencido de que eso es la verdad, convencido de que tienes razón. El problema no es la razón, ni es el concepto de justicia que tenemos los hombres. El problema es que no hacemos nuestra la compasión y no hacemos nuestra la Palabra de Dios.

El nos dice: «Sed compasivos». Y nosotros lo somos en la medida que las razones nos dan pie para serlo. Pero cuando la razón no nos da pie para ser compasivos, somos injustos, exigentes, queremos que los demás hagan y vivan lo que nosotros no hacemos o vivimos. Nos ocurre como a los fariseos de los que Jesús decía: «Haced lo que dicen pero no lo que hacen» Porque lo que dicen está bien. El problema, pues, no es que tengamos razón o no, frente a una situación, ni es problema que haya razones suficientes o no las haya, ni tampoco es problema cual sea la causa y quien es el causante.

Tenemos una situación en la que podemos –digamos- comprobar nuestra propia capacidad de «compasión»: en África el hambre se está llevando consigo a multitud de niños, adultos y ancianos.

Tener el corazón compasivo es padecer con ellos. Por lo tanto, si nuestro corazón es compasivo no podemos estar indiferentes y seguir viviendo igual, pues el corazón compasivo implica la vida e implica el dolor interno del corazón cuando el hombre sufre.

Que está claro que la causa es de los países ricos, evidentemente. Si los países ricos compartieran, los países pobres vivirían tranquilos. Si los países ricos no vendieran armas a los países pobres y no fomentaran la rivalidad, los países pobres no tendrían guerras ni conflictos.

Tenemos razones para lamentarnos y protestar. Pero esas razones no nos dejan ser compasivos. Porque la compasión es gratuidad. Es padecer con el hermano que padece. Sentir en el corazón el dolor que él vive. Experimentar en nuestra vida esa angustia que tiene que suponer para una madre ver como su hijo de escaso tiempo se va muriendo porque no tiene ni siquiera leche en el seno. Y verlo día tras día cómo va languideciendo en él la vida.

Compadecerse es hacer tuyo el padecimiento ajeno. Y cuando yo hago mío el padecimiento ajeno –normalmente- se abre una puerta para una solución de ese padecimiento ajeno. Porque hay una conciencia particular, hay un descubrir particular de muchas cosas, porque el amor sigue haciendo milagros hoy como siempre. Siempre ha hecho posible lo que es imposible.

Compadecerse. Tener un corazón compasivo y misericordioso. También podemos llevarlo a nuestra vida ordinaria, a la vida del matrimonio, a la vida de la relación con los hijos y de los hijos con los padres, a la vida de la relación de hermanos y también a la vida de relación de vecindario, incluso. No importa –permítasenos repetirlo- conocer o no conocer, ni importan razones. El corazón compasivo se compadece, padece con aquel que sufre, porque el padecimiento no es objeto de razonamiento. Por otra parte, Pedro nos plantea una verdadera cuestión que implica un aterrizaje forzoso de esa compasión en los hechos más pequeños de la vida: el perdón.

Nos ocurre lo mismo que podemos comprobar respecto a la «compasión»: El perdón no es cuestión de razones.

Nuestra vida, sin embargo, sí se rige por razones. Estamos en una sociedad donde el concepto de persona dudoso y el concepto de individuo ha tomado un auge grande y parece que todo lo que afecta al individuo, es decir, a mí (no a uno cualquiera), tiene que ser doblegado hasta que me beneficie a mí. No importa de donde venga, ni importa de quien sea. Y ahí de nuevo -como en aquel tiempo- Jesús hace frente a estas realidades nuestras respondiendo a Pedro y hablándole del perdón.

«Si un hermano me ofende ¿cuántas veces le tengo que perdonar?» Entramos en el primer concepto: la ofensa. Ya el refrán popular castellano dice que «no ofende quien quiere sino quien puede». Y, por otra pare, la otra expresión de sabiduría popular también dice: «si uno no quiere dos no discuten».

La ofensa es algo muy particular: No me ofende aquel que me dice cualquier barbaridad, me ofendo yo. Y me ofendo yo porque me defiendo de aquello que se ha dicho, y respondo a la agresión que considero como una agresión personal.

¿Cómo puede ofenderme a mí alguien que me diga –digamos- cualquier barbaridad? No es problema de razón. No es problema de que sea verdad o no lo que dice -recordenos el principio evangélico- ni es cuestión de que sea justo o no sea justo. Todo se resuelve con la compasión. El hermano que me ofende tiene algo en su corazón que le está dañando y por eso dice lo que dice o hace lo que hace. Si yo entro en el corazón de mi hermano, probablemente, muy probablemente, él subsanará el error cometido.

Yo sigo pensando que Dios hizo el hombre bueno. Y sigo pensando que el hombre en el fondo siempre busca lo que considera que es bueno, aunque esté equivocado. Y no son muchos los hombres que hacen el mal a conciencia, sino que, la mayoría de las veces el hombre hace el mal pensando que eso es lo bueno, lo que procede... y que eso es lo que le va a proporcionar muchas cosas. Pero no lo hace por hacer mal, lo hace por las cosas buenas que piensa que le va a proporcionar. Es como la estafa económicamente hablando. Un hombre hace una estafa o hace un desfalco por el dinero que eso le va a repercutir, por la vida que gracias a ese dinero va a poder llevar, que para él es lo mejor del mundo. Yo no sé si el que hace la estafa llega a plantearse nunca el daño que hace a los demás.

Pero eso nos pasa en nuestra vida cotidiana. Mi hermano me ofende. ¿Cuándo me ofende mi hermano? cuando hay una diferencia de criterio, de expresión o de actitud. Pero lo que me está dañando realmente es considerar que mi hermano me agrede. Considerar que la diferencia que tengo con mi hermano es más importante que mi hermano. Si yo considero que mi hermano es más importante que cualquier actitud, que es más importante que las palabras que puede pronunciar en un momento airado. Si yo considero que mi hermano es más importante que el desplante que yo creo que me ha dicho o que me ha hecho, yo no me sentiría ofendido, yo no me sentiría ofendido. Yo ya no tendré nada que perdonar.

La pregunta de Pedro –primero- nos introduce en el hecho de esa ofensa, de esa supuesta ofensa. Porque, si yo analizo lo que me dice mi hermano (que me dice que soy un egoísta y un orgulloso), a mí eso me ofende. Pero, si en lugar de entrar en el juicio sobre sus palabras -Jesús nos lo advierte-, considero mi vida, descubriré y tendré que aceptar que sí es verdad que en muchos momentos soy tremendamente egoísta y soy tremendamente orgulloso. Por consiguiente tampoco tengo por qué ofenderme, porque mi hermano tiene razón. Quizás mi hermano me lo dice referido a otros aspectos o cuestiones, pero yo me conozco y me reconozco, y al volver a mirarme compruebo que es verdad: que en mí hay egoísmo y en mí hay orgullo. Por consiguiente, si es verdad, por qué tengo que ofenderme.

Si analizamos esas ofensas, esas discusiones, esas diferencias que tenemos entre los hombres en la vida cotidiana descubriremos que, en la mayoría de las situaciones, no tenemos razón para ofendernos. Pero no nos damos tiempo para esa reflexión, ni para considerar la posibilidad de padecer con mi hermano. Es decir, vivir en ese momento, dejar hueco en mi corazón para la situación en la que se encuentra mi hermano por la cual llega a agredirme verbalmente. Respondemos automáticamente y solemos responder mal. Tan mal o peor que mi hermano.

Ante el hecho constatado de que mi hermano me ofende, san Pedro pregunta sobre el límite de mi perdón. La respuesta de Jesús es sencilla: «siempre», porque el perdón abre siempre la puerta de la vida, pues el perdón no es cuestión de razones.

¿Qué razón tiene el Señor para redimirnos a nosotros los que estamos hoy aquí, para perdonar diariamente los mismos pecados, los mismos errores, las mismas traiciones al amor? ¿Qué razones tendría? ¿Que queremos cambiar? Pues no lo demostramos muchas veces, porque volvemos a tener el mismo error, volvemos a cometer el mismo pecado, la ira, la cólera... como podemos comprobar todos los días cuando nos enfadamos por cualquier cosa. Aún viendo la televisión nos da coraje ver el mal que hay en nuestro mundo, y nos da coraje ver cómo una persona atropella a otra y la abandona y nos llenamos de cólera. Y el Señor nos perdona. Porque no es cuestión de justicia siquiera, ni de tener o de no tener razón. Es un acto libre del corazón. Es un acto libre y gratuito de aquel que ama.

Por eso el perdón siempre, siempre, abre la puerta de la vida. No solo al que recibe el perdón. Sobre todo al que perdona. Y nos abre la puerta de la vida por el mismo hecho de que el perdón de Jesús nos abrió la puerta de la Vida. Un perdón que no se atiene a la justicia, a lo que hoy consideramos «justicia». Un perdón que no se atiene a una serie de razones. Un perdón que no mira ni siquiera la ofensa, la pseudo ofensa o la ofensa cometida. Un perdón que simplemente brota del corazón misericordioso de Dios.

Pues muy bien. Esa es la llamada de Jesús: en el perdón crece el corazón misericordioso del hombre que quiere amar y la capacidad que Dios le ha dado al hombre para amar. Por eso dice Jesús: Hay que perdonar siempre. Pero no se trata de un perdón que puede perdonar esto y no perdonar aquello, argumentando un sin fin de razones: voy a perdonarle hasta tantas veces porque no puede ser tan reiterativo. No. Puedes llamar la atención de tu hermano para que cambie de actitud; pero de tu corazón debe brotar el perdón, de la misma forma que brota del corazón de Dios, no por la verdad, no por lo que yo creo que sea la verdad, no por lo que se considera justo; sino solamente porque yo quiero hacer lo que hizo Jesús. Solamente porque yo quiero vivir como vivió Jesús. Y, por consiguiente, no voy a darle entrada a ninguna otra cuestión que no sea pura, simple y sencillamente el perdón, con la misma gratuidad de Jesús, sin mirar, sin tener en cuenta, sin considerar siquiera la ofensa o lo que yo pienso que es una ofensa. Por eso hay que perdonar siempre.

En la parábola, Jesús nos propone, también, el ejemplo de nuestra propia vida al explicarnos la respuesta del siervo al otro siervo: Cómo el Señor nos ha perdonado a nosotros y como nosotros somos de exigentes con los que están a nuestro alrededor.

Este siervo del siervo le dice: «Ten paciencia conmigo». Es decir, el perdón siempre va unido a la paciencia. Por ello es necesario darle tiempo a mi hermano para que descubra a Dios, darle tiempo a mi hermano para que se pueda encontrar el amor de Dios, darle a mi hermano el tiempo que Dios me ha dado a mí.

«Ten paciencia conmigo». Y así el más pequeño pide paciencia, y ¿quién es el más pequeño? Pues evidentemente el más pequeño es el que hace más barbaridades, -humanamente hablando-, y él es el que puede «ofendernos». El más pequeño es aquel que nos pincha más, que nos hiere más, que puede ofendernos más, dentro del marco de la vida cotidiana, evidentemente.

Pues bien, el mismo que nos dice «ten paciencia conmigo y yo te lo pagaré», desde su misma realidad de pobreza clama nuestro perdón, clama nuestra compasión, nuestra paciencia. Y llama, llama a que seamos hombres pacientes, compasivos y misericordiosos que perdonan más allá de cualquier razón humana, más allá de cualquier justicia humana. Porque perdonan como un movimiento espontáneo, natural e inmediato. Perdonan aun sin pensar que pueden hacer otra cosa.

El hombre verdaderamente libre es aquel que pudiendo elegir el mal, elige siempre el bien. Pues lo mismo el hombre que perdona es aquel que podría atender a razones humanas, podría atender a todo pero no atiende a nada. Simplemente perdona.

Compasión, paciencia, perdón, misericordia...

¡Cuántas cosas nos faltan por aprender todavía!