Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo A

El Señor te espera

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

Is 5, 1-7; Sal 79, 9 y 12. 13-14. 15-16. 19-20; Flp 4, 6-9; Mt 21, 33-43  

La Palabra del Señor hoy nos invita a contemplar el camino recorrido y el que todavía falta por recorrer, porque la fuerza de lo que existe hoy en la vida va a ser el soporte sobre el que se va a asentar  el futuro de nuestra historia.

El Señor hoy nos recuerda ese envío del Hijo para recoger los frutos, la parte que le corresponde de la viña.

Primero, el dueño de la viña, lo prepara todo. Así hizo el Señor con nosotros: primero preparó todo, preparó el mundo, preparó la vida, dispuso de las cosas. Su objetivo: entregarnos la viña.

Y así nos entregó la vida y la creación entera. Nos dio todo cuanto había y todo cuanto podía poner en nuestras manos. Mucho más de lo que nosotros pudiéramos jamás imaginar.

Y el Señor nos dijo: «Id». Y nos dejó partir sobre la vida, sobre el mundo, en la historia, para que «viendo nuestras buenas obras -dice san Mateo- los hombres den gloria a vuestro Padre que está en los cielos», «para que demos frutos de vida eterna», «frutos de buenas obras y vuestros frutos permanezcan».

Pero al llegar un momento en el camino, -siguiendo el ritmo de la parábola- nosotros escogimos otro final, otro objetivo y guardamos las cosas para nosotros mismos, en lugar de vivir abiertos a Dios y abiertos a los demás.

La parábola va haciendo así el itinerario de lo que es el recorrido de nuestra vida, con sus subidas y bajadas, con sus idas y venidas. Pero siempre -desgraciadamente-  andamos en deuda con el Señor.

Y, porque el Señor quiso poner remedio a esa deuda, el Señor mandó a su Hijo, mandó a Jesús para que El compensara la deuda; para que El compensara nuestra deficiencia, nuestra falta de capacidad, nuestra falta de docilidad y nuestra falta de amor. Para que El nos llevara, nos diera a conocer - como dirá san Juan- el amor que nos ha tenido el Padre, que nos ha llamado hijos de Dios.

Sin embargo, como en la parábola, aún así nuestra vida no corresponde, no da frutos suficientes de vida eterna. Los hombres siguen sin ver la gloria de nuestro Padre que está en los cielos. En su amor y deseo de llevar a final la salvación anunciada por Jesucristo, el Señor, se plantea ¿Qué voy a hacer con esta viña?

Es verdad que nuestro estado de cuentas -hablando en términos económicos- es deficitario. Es verdad que -siendo honestos con nosotros mismos- hemos de aceptar que nos falta esa entrega incondicional y confiada a la voluntad de Dios. Es cierto que muchas veces andamos demasiado pendientes de nosotros mismos y con la mirada demasiado fija en la tierra. Es verdad.

La parábola de los arrendadores de la viña sigue siendo también verdad aún en nosotros. Y por eso el Señor hoy nos pregunta: «¿Qué voy a hacer?», porque El todavía sigue dispuesto a solidificar su presencia en nuestra vida, para que ésta no sea como el agua que corre por el río, y sigue y sigue corriendo, corriendo; pero solamente se asienta cuando llega al mar.

Dios quiere establecerse en nuestra vida para que toda nuestra vida sea «alegría y júbilo» -como dice la Escritura- . De esta manera, el conocimiento de los hombres estaría unido al de Dios, los hombres conocerían a su Padre que está en los cielos, concienciarían la realidad de ser amados sin límites por Dios y descubrirían la vida y la vida en abundancia.

Dios sigue preguntándose hoy: ¿Qué voy a hacer? Y la parábola del Evangelio nos conduce a esa puerta que por una parte nos hace tomar conciencia de nuestra flaqueza, de nuestra debilidad y de nuestra mucha necesidad de ayuda del Señor. Pero, por otra parte, nos aboca también a la esperanza, a esa esperanza que nunca termina. Porque Dios nos llama hijos de Dios y en verdad lo somos. Y el Señor está ahí a la puerta de nuestra vida, a la puerta de nuestra historia, dejándonos siempre la puerta abierta de la esperanza. La esperanza del amor que no termina. La esperanza de la vida que no acaba. La esperanza de ese «cielo nuevo y tierra nueva» que será realidad, aunque sea a pesar nuestro. Porque Dios hace lo que promete, cumple lo que promete. «Una promesa juré a David que no retractaré» -dice el Señor, quien no se retracta, pues, sus promesas y esa es nuestra gran esperanza. La que nos recuerda hoy la parábola.

El Señor te espera. Nos espera. El Señor llega de todas maneras. Y espera que le cedamos el paso. Que le dejemos entrar. Que le dejemos tomar posesión de nuestra casa, de nuestro mundo. Que le dejemos iluminar nuestras zonas oscuras. Aquello que no entendemos, no comprendemos, no sabemos, no podemos. O creemos que no sabemos, no podemos.

Por eso el Profeta va a llamarnos la atención en la primera de las lecturas, sobre lo que podríamos denominar la tentación de lamentarnos de nuestras flaquezas o del mundo. No podemos caer en lamentarnos ni de lo malo que hacemos ni de lo mal que va el mundo. Nuestra actitud indefectible debe de ser la de «vivir». Porque el lamento frena la vida, destruye la esperanza, destruye toda la fertilidad de la tierra que es nuestra vida. Y no es que el campo no pueda producir frutos. Es que muchas veces los hombres lo regamos con los lamentos y el agua de la lamentación es como el agua salada que esteriliza la tierra matando la posibilidad de vida.

El Señor nos llama a ser hombres de esperanza. No hombres que lamentan lo que no tienen. En todo caso, hombres que lamentan lo que no han alcanzado aún; pero no, hombres que lamentan lo que no pueden, o creen que no pueden tener. No. Es necesario que seamos hombres de esperanza, hombres que esperan alcanzar aquello que Dios les ha prometido y que saben que -aunque por sí mismos no pueden, no podrían alcanzarlo- Dios les dará lo que les falte.

Por eso la parábola de hoy -que hace una alusión clara a la venida del Hijo del Hombre, a la venida de Jesús y su muerte en la cruz- nos habla a nosotros también sobre todo, de esperanza. Nos abre la mirada y quiere abrir nuestro corazón para que -descubriendo el amor de Dios- seamos capaces de acceder, de llegar, de dar siempre ese paso adelante. De no quedarnos parados ni en el defecto, ni en la debilidad, ni en lamento. Sino siempre pendientes del amor de Dios que da por nosotros lo más grande que tiene: a Sí mismo en su propio Hijo, y al Espíritu Santo que lo depositó en nuestro corazón.

Seamos pues, hombres de espíritu. Seamos pues, hombres que confían en Dios y confían en su amor, y tienen seguridad cierta en que Dios siempre cumple lo que promete.

Y si el Señor nos llama a la vida no es para dejarnos a mitad de camino.

Pero hagamos también una revisión de nuestra historia para enmendar aquello que sí está a nuestro alcance y para lo que Dios sí nos ha dado las herramientas necesarias.