Domingo XXX del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Dios es constante en el amor

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas:   

 

Éx 22, 20-26;  Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 5lab;  1Ts 1, 5c-10;  Mt22,14-40 

El Evangelio de hoy nos permite descubrir, una vez más, esa línea constante en la intervención de Dios en nuestra vida.

Desde el principio hasta el final de toda la Creación, el amor a Dios y el amor al prójimo son las constantes que dirigen el camino de los hombres y las relaciones entre Dios y los hombres y los hombres y Dios.
Dios es constante en amar y Dios está empeñado en amar -utilizando los términos humanos-.

Y -como decíamos ayer- el amor es algo que hay que trabajar cada día. Por eso la Palabra del Señor hoy no solo nos habla de la necesidad que tenemos de amar a Dios y al hermano, porque esa es la constante de la Revelación de Dios, sino también la necesidad que tenemos de permanecer en ese amor a Dios y amor al hermano vivido de una manera consciente y constante.

Si decíamos que es necesario que seamos uno en el Uno. Uno con un solo ser, una sola vida de la misma forma que Dios es Uno, también debemos decir que hemos de ser constantes en el amor porque Dios lo es. El es nuestra propia referencia. El es la meta alcanzable.

Pero necesitamos trabajar cada día ese amor a Dios y al prójimo, para que vaya creciendo y se vaya desarrollando también en nosotros. Porque necesitamos amar a Dios, necesitamos crecer en el amor a Dios, ser constantes en el amor a Dios; porque si perdemos la referencia vivida de ese amor a Dios, perdemos nuestra propia identidad. Ya no somos lo que somos. Seríamos otra cosa distinta. Si perdemos de vista la voluntad firme, la determinada determinación de amar a los demás, dejaríamos de ser también lo que somos. Pasaríamos a ser otra cosa, pero no seríamos cristianos.

Por eso el Señor nos habla hoy de constancia en el amor. Pero constancia porque Dios quiere que yo sea constante en el amor. Y porque Dios me ha dado las herramientas necesarias para poder trabajar el amor, hacerlo crecer como el labrador, el campesino, hace crecer las espigas en el campo: Trabajándolas, quitándoles todo lo que va sobrando, todas las hojas muertas. Porque también en nosotros hay hojas muertas, también en nosotros hay actos de amor infructuosos y actos que no han estado revestidos de todo el amor que deberían, o no han tenido ningún contenido. También nosotros necesitamos limpiar el amor y nuestro corazón de aquellas actitudes que nos impiden crecer en el amor -como la planta al cuidado del campesino- recobrar también nosotros nueva vitalidad, nueva fuerza, para que el amor crezca y se desarrolle. Pero hemos de ser constantes en el amor. Y ser constantes en el amor es también ser constantes en olvidarse de uno mismo. Quizás ahí tengamos nuestra piedra de tropiezo más claro. Nuestro propio yo, nuestros propios egoísmos, nuestro afán por estar en el centro, nuestro dejarnos llevar, dejarnos arrastrar, nuestra excesiva mirada hacia nuestro yo, con todo lo que suponen los apetitos y las pasiones en todas las cosas... Tanto mirarnos o tanto amor desordenado no deja lugar al amor que salva. Y el amor que salva es el amor a Dios y el amor al hermano.

Por eso necesitamos ser constantes en el amor, como Dios es constante en el amor. Por eso necesitamos renovar nuestra referencia a Dios, porque en El está la referencia de nuestra vida, el referente de nuestro vivir, de nuestro actuar, de nuestro pensar, de nuestro sentir. En El está también nuestra salvación y nuestra vida para siempre.