Domingo I de Cuaresma, Ciclo B

«No nos dejer caer en la tentación»

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Gn 9, 8-15; Sal 24,4bc-5ab.6-7bc. 8-9; 1P 3, 18-22; Mc 1, 12-15  

La Palabra del Señor concluye con un: «Convertíos y creed el evangelio», que Jesús nos plantea como urgencia.

Los tiempos que corren nos muestran -una vez más- que la fuerza de la fe y, consiguientemente, vencer la tentación, va a conducirnos a vencer nuestra vida. Con su palabra, el Señor realiza una llamada firme y fuerte a la pureza de corazón. Y para tener esa pureza de corazón hemos de dejar salir todos «los pájaros» que hay en nuestra cabeza -hablando coloquialmente-. Hemos de ocupar nuestra mirada y nuestro corazón en Jesús. Hemos de centrar nuestra vida en El. Hemos de buscar el conocimiento y la cercanía de Dios. Y hemos de mantener esa presencia, como tesoro escondido por el cual vale la pena vender todo lo que uno tiene (Mt 13, 44). Solamente una plaza fuerte prevalece frente a una dura batalla. Solamente una plaza fuerte será capaz de guardar al Altísimo y logrará contener y traspasar la fuerza de la tentación.

Cuando analizas la propia vida no dejas de sorprenderte con que facilidad convivimos con la tentación y la damos ya por supuesta y, lo que es peor, damos por supuesta la caída. Aunque, cada día, en nuestra relación personal con Dios, en el Padre nuestro, decimos: «No nos dejes caer en la tentación».

Sin embargo, en la vida cotidiana no separamos el trigo de la cizaña y no nos cuidamos de la tentación. Convivimos muy fácilmente con ella. La damos por natural -insisto- como damos por natural la caída. La pureza de corazón nos afirmaría más en la palabra del Evangelio, en la palabra del Padrenuestro: «No nos dejes caer en la tentación».

Si miráramos más a Jesús, si estuviéramos más pendiente de El, si volviéramos a El... no daríamos por supuesta la caída en la tentación, ni siquera la tentación. No nos justificaríamos: «es que somos hombres» -como muchas veces pensamos- y ahí justificamos lo más reprensible: nuestras actitudes, nuestros hechos, nuestras carencias, nuestras omisiones, nuestro consentirnos o aceptar como habitual lo que no cabe en nuestra vida.

¡Qué simple, qué elemental es tener un mal pensamiento! ¡Qué elemental resulta hacer un juicio! Pero ya es habitual. Ya, cuando hacemos un juicio, no le decimos al Señor: «No me dejes caer en la tentación». Ya damos como natural cometer juicios o enjuiciar actitudes o enjuiciar a personas o enjuiciar situaciones.

El Señor fue llevado al desierto para mostrarnos cómo actuar frente a la tentación y cómo vivir en medio del desierto del mundo. Pero El venció todas las tentaciones. En su actitud Dios era el primero y esa es la clave de la enseñanza del Señor: Dios primero. Y, por consiguiente, al decir: «No me dejes caer en la tentación», a mí personalmente me obliga a un severo discernimiento, habitual, constante, porque el engañador siempre como principio -usando el lenguaje coloquial- nos pasa gato por liebre, y basta que parezca liebre para que uno tenga que poner en juicio si no será gato, antes de caer en tentación.  

Otra de las enseñanzas que nos ofrece el evangelio en este fragmento, parte de las palabras: «El Espíritu llevó a Jesús al desierto».

En la tentación es cuando se forjan los músculos espirituales, y cuando nos fortalecemos en la fe, en la esperanza y en la caridad. En la vida fácil no se fortalece nadie, se crean criaturas enclenques, sin defensas. Es lo que ocurre cuando se superprotege a alguien. Vendría bien recordar el caso de aquel matrimonio, amos eran hijos únicos, tuvieron su primera hija, y la superprotegieron hasta tal extremo que no la sacaban de casa absolutamente para nada. Poco menos que lo aíslan todo, lo purifican todo... El día que sacaron a la niña de casa por primera vez, casi se les muere porque no había generado ninguna defensa.

La vida fácil no crea fortaleza, ni resistencia, ni discernimiento, ni gracia. Porque cualquier tempestad, no una tempestad agresiva, cualquier viento de doctrina -por usar una expresión acuñada por Pablo- nos marea. No puede un atleta ganar una prueba de alzamiento de pesos si no se ejercita en ello. Si no nos ejercitamos en la fe con actos de fe, ésta no crece en nosotros. Si no nos fortalecemos en la esperanza aferrándonos firmemente con actos constantes de esperanza, ésta languidece. Cuando no amamos, nuestro amor desaparece porque a amar, a esperar, a creer, se crece amando, esperando y creciendo y eso hay que fortalecerlo y se fortalece con el ejercicio, con la vida.

Nosotros nos dispersamos con facilidad. Damos la tentación por natural y ya la tentación convive con nosotros -mejor- nosotros convivimos con ella. Pongamos un ejemplo: Cualquiera de nosotros experimentamos la necesidad de orar especialmente por una causa concreta. Nos vamos a la iglesia, y nos sumamos al rezo del rosario parroquial. Termina la oración y salimos de la parroquia, para seguir con nuestras actividades. Cabría pregunbtarse: ¿cuánto tiempo la mente y el corazón permanece en oración, en la presencia del Señor, en cuanto cruza el umbral de la puerta y se pone a hablar de cualquier cosa?

 Convivimos con la tentación en la cotidianeidad; pero nos olvidamos que Dios es cotidiano. Sin embargo nosotros -ya por naturaleza- optamos por la tentación. Cuando salimos de la iglesia, no más en el umbral de la puerta, todo el recogimiento que teníamos, todo ese silencio profundo que había en la Misa –por ejemplo-, toda esa interiorización que había en la iglesia desaparece con suma facilidad. Optamos por la tentación por principio, y acabamos buscándola muchas veces.

Por eso san Francisco decía al Hno. León, le hablaba del «Corazón puro», de la «pureza de corazón». Esta es una de los basamentos de nuestro edificio que se nos viene abajo, y, con él, todo el edificio. Nos ocurre como a la Amada en el Cantar de los Cantares: vamos tras del rebaño de otros compañeros. Ella lloraba porque no encontraba al Amado del alma, y nosotros dejamos que los otros compañeros vengan a nuestra casa a visitarnos y uno nos hable de juicio, otro de crítica, otro de condena, otro de ruptura, otro de insatisfacción, otro de culpabilidad. Todos los otros compañeros tienen un espacio en nuestra casa y nosotros no lo rebatimos, ni afirmamos nuestra casa, no guardamos nuestra barca, no hacemos frente. Decimos a Dios: ¡Padre «no me dejes caer en la tentación»!, pero –en ese mismo momento- puede ocurrir cualquier cosa dentro de mi pensamiento y quedarme «prendido», agarrado en lo que tengo que hacer o dónde debo de ir... Algo sutil, simple, insignificante. No somos grandes hombres para que nos ocurran grandes cosas. Somos pequeñas criaturas y nos ocurren pequeñas cosas, pero muy sutiles que nos hacen convivir con la tentación, nosotros con ella, no tanto ella con nosotros.

La Palabra del Señor hoy nos dice: «El Espíritu llevó al Señor al desierto». Y a nosotros también nos quiere llevar al desierto para hacernos puros, para quitarnos todas las adherencias, para que nos plantemos hacer frente a la tentación; para que, cuando digamos: «No me dejes caer en la tentación», sea –en verdad- el anhelo de nuestro corazón. Porque yo no quiero. Y podamos decir con un profundo anhelo: «Padre nuestro, no me dejes caer en la tentación». Porque desde el momento que digo Padre nuestro hasta el momento que digo no me dejes caer en la tentación, normalmente, en la vida cotidiana ya hemos pensado cincuenta cosas a la vez.

Ocurre también a muchas personas que son muy –digamos- proclives a generar multitud de los más diversos y variados pensamientos. Lo cual les conduce, con suma facilidad, no ya a caer en la tentación, sino a precipitarse en ella. La causa de su mal es evidente: la falta de vigilancia y de pureza de corazón. Pues, si yo le digo: «Señor, no me dejes caer en la tentación» y yo no quiero –verdaderamente- caer en la tentación... pues viviré pendiente de no caer en la tentación, a fuerza de agarrarme firmemente a la oración, de vivir pendiente de Dios, porque sino caigo en la tentación.

¿Que hemos de contar con la tentación? ¡Sí!, claro; pero sin olvidar las palabras de Jesús: «Nunca seréis tentados por encima de vuestras posibilidades». Este es un gran signo de la misericordia divina. Es como decirnos: Os quiero fuertes. Hombres recios, columnas talladas, estructura de un templo -como dice la Escritura-, para que podáis ser así mi apoyo en las naciones y signo en las naciones, mi presencia entre las naciones.

Pero en un tiempo como el nuestro, donde todo lo que –de alguna manera- se consume debe ser light: no se puede padecer, no se puede sufrir, no se puede luchar, no hay que hacer esfuerzos y hay que convivir con los demás, incluso con el mal, hay que convivir en el mundo.

La Palabra del Señor nos conduce y nos abre las puertas del Reino; por eso el Espíritu quiere fortalecernos, fortalecernos para que el tentador pierda sus fuerzas, y su poder; para que el hombre pueda alcanzar la felicidad y tú puedas ser cauce, instrumento, herramienta en las manos de Dios. Pero si a una maza de martillo de esos grandes le pones una simple caña como mango, cuando vayas a golpear una madera, evidentemente se partirá de inmediato y habrás fracasado en el intento.

Sin embargo, nosotros pretendemos conseguirlo: queremos que el Señor sea lo más eficaz del mundo, la maza del martillo y nosotros llevamos la caña frágil para que El la ponga. Y decimos: el Señor hace el resto. No, el Señor no hace el resto. ¡Tú eres el resto que ha hecho el Señor! ¡Tú no puedes ser una caña frágil medio rota! No puedes ser una figurilla de cristal que cualquier viento de doctrina rompe, quiebra o marea.

La fe, el Evangelio, la Palabra es la Palabra, no puede cambiarse a gusto y arbitrio de una época. La Palabra es la que cambia la época. Cuando la época se desconcierta, cuando el mal entra en el mundo, la Palabra es la que cambia la realidad porque hay hombres que la viven y la Palabra se hace eficaz en la vida de los hijos de Dios.

Por eso el Señor nos quiere fuertes en la fe, firmes en la esperanza y constantes en el amor. Y para eso «el Espíritu llevó a Jesús al desierto». Para eso el Espíritu nos conduce por este tiempo de gracia, para que reconsideremos toda nuestra vida, nuestra cotidianeidad, nuestras actitudes esenciales, para que sepamos quien soy, adonde voy y donde estoy y –así- podamos decir al Padre, con todo nuestro corazón: «Padre nuestro, no me dejes caer en la tentación». Para que la tentación sea -como en el caso del Evangelio- algo que está fuera de mí, no algo en lo que yo estoy metido. Para que la tentación no forme parte de mi vida, y que si llega a mi vida es porque lo hace desde fuera, no porque forma parte ya de mi historia. Y para que cada vez que yo diga: «Padre no me dejes caer en la tentación», la Palabra de Dios sea verdad en mi vida, se haga verdad para mi vida. Y entonces Dios ponga lo que yo no alcanzo «porque nunca seréis tentados por encima de vuestras posibilidades».  

El Señor nos sitúa en inicio de la Cuaresma y nos da la gran bendición de cuarenta días de encuentro. Cuarenta días de encuentro con El para que nos descubramos a nosotros mismos y descubramos la manera de vivir de El; para poder vivir como El y con El. Por eso la Cuaresma para nosotros en este año está significada con esa expresión. «Volver a Jesús para vivir con un corazón limpio». Es lo más que nos puede ofrecer Dios. Y aparte, es lo único que podrá colmar nuestra necesidad, nuestra vida, nuestro corazón.