Domingo VII del Tiempo Ordinario, Ciclo B

En el silencio habla el Amor

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Is 43, 18-19. 21-22. 24b-25;  Sal 40, 2-3. 4-5. 13-14;  2Cor 1, 18-22;  Mc 2, 1-12  

La Palabra del Señor nos recuerda, con frecuencia, el poder del silencio. En otros lugares –como hace en la carta de Santiago- al constatar cómo con la misma boca que bendecimos a Dios, muchas veces maldecimos, criticamos y juzgamos a los hombres, también nos evoca la importancia del silencio.

Es importante recordar lo unido que está también la palabra con el pensamiento y cómo el silencio domina al pensamiento de la misma manera que la palabra controla ese pensamiento mientras se habla.

El silencio nos hace participar de la fuente de vida, porque es fuente de salvación, porque forma parte del silencio redentor de Jesús camino del Calvario y cuya cúspide solamente se alcanza al escuchar: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen».

En la convivencia humana, «la lengua» nos traiciona, muchas veces, y el silencio edifica en nosotros la virtud, el bien hacer, el bien obrar, la expresión del amor. Y sobre todo nos permite escuchar a Dios, como podemos experimentar al escuchar el evangelio de la Transfiguración.

El profeta Isaías (Is 43, 18-19. 21-22. 24b-25) comienza diciéndonos: «Mirad que estoy haciendo algo nuevo». Ese algo nuevo, que se inicia a través del silencio, comienza la obra del Señor, cuando asumimos permanecer silenciosos para poder contemplar la obra de Dios, la obra de sus manos; tanto en la naturaleza, como en las personas o en el mundo en que vivimos.

El silencio, pues, nos permite escuchar la obra de Dios y contemplar la obra de sus manos. Así podremos -si estamos en silencio- podremos acoger, recibir, vivir.

El evangelio que hoy nos narra la curación del paralítico de Cafarnaún, nos abre una perspectiva también nueva.

Escuchémoslo despacio. En primer lugar, el paralítico no se acerca a Jesús por su cuenta, otros lo llevaron. En segundo lugar, ¿qué es lo que sana al paralítico? El Señor une ambas cosas, el poder del silencio nos habla y el poder de la oración, para mostrarnos hasta dónde alcanza el amor de Dios por los hombres. Por la fe de estos cuatro ha sido éste sanado, explicó Jesús.

Si nosotros oráramos más por aquellos a los que buscamos, si nosotros oráramos más por el mal que hay en nuestro mundo, por esa señora que padece, por ese niño que sufre, por esa persona que vive desordenadamente. Si nosotros -como los cuatro portadores de la camilla- confiáramos más en Dios y oráramos más por los que están «paralíticos», nuestra vida sería bastante diferente.

El Señor nos habla del poder de la fe y del poder de la oración, y nos las ofrece como dos medios que siempre van unidos en la vida del cristiano. Una de las maneras de expresar la fe es mediante la oración. Pero una cosa no podemos dejar al lado: nos habla de una fe –digamos- «comunitaria», de la fe de cuatro personas. Es decir, la fe y la oración nacen de la Iglesia porque en ella vivimos. Hablando muy simplemente, si cada uno de los cuatro que portaban la camilla hubieran ido cada uno a su aire, aunque hubieran tenido toda la buena voluntad del mundo, normalmente la camilla se hubiera roto y el paralítico se hubiera caído al suelo. Pero los cuatro van juntos, unidos. Y el paralítico es soportado, llevado, conducido por la fe y la oración de estos cuatro hombres que son los que –a su vez- lo presentan a Jesús para que sea curado.

Es toda una palabra para nuestra vida. Consideremos, en primer lugar, el poder de la oración. Con frecuencia adolecemos de falta de oración, de esa oración confiada, abandonada... Cuando un niño se pone enfermo, los padres a quien primero suelen avisar es médico. Normalmente, solamente después, es cuando piensan en el Señor, si es el caso de que la enfermedad reviste cierta importancia. Pero, con frecuencia, en cualquier caso, se confía más en el médico que en el Señor. Normalmente Dios no es el primero de nuestros recursos, no es el primero de nuestra vida.

Estos hombres, volviendo al texto, en primer lugar tenían conciencia de que los cuatro eran -con la camilla- una sola cosa y que se dirigían hacia el Señor. En quien confiaban era en el Señor.

Normalmente el paralítico ya no confiaba en nada. Después de tantos años, es muy probable que se hubiera resignado con la enfermedad y hubiera perdido toda esperanza –al menos a juzgar por las palabras de Jesús: «Por la fe de estos cuatro éste ha sido sanado».

Este sentido de «unidad» de los cuatro hombres que va más allá de las diferencias, expresa una de las riquezas de la Iglesia; la unidad es algo que salva. El sentido de independencia, mata; el sentido de unidad, salva. La unidad de los cuatro «porteadores» salva al paralítico: van al unísono, cada uno lleva un brazo distinto de la camilla que portan, pero caminan al unísono. Como debe de ser tanto en la vida de la Iglesia como en la vida familiar: caminar al unísono. Pero caminar al unísono, no es hacer siempre lo que quiere uno ni lo que quiere el otro ni lo que quieren los dos. Dirigiendo nuestra mirada hacia el matrimonio, podemos comprobar que –parafraseando el texto- «es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja» a que un matrimonio piense exactamente lo mismo, a no ser que sea ya un matrimonio de muchos años donde ya las diferencias han sido amadas, perfectamente amadas.

En el matrimonio como en la Iglesia es necesario caminar unidos y unidos al Señor. Por ello san Pablo, al hablar del matrimonio dice: «Amarás a tu esposa como Cristo ama a su Iglesia». La Iglesia si no está unida a Cristo no llegaría a ningún sitio, no alcanzaría implantar el Reino de Dios sobre la tierra.

Por eso la unidad de los camilleros nos recuerda y nos garantiza, por una parte, la fidelidad de Dios y el tesón de la oración de éstos. Por otra parte, el amor de Dios que responde a la confianza de éstos y nos permite esperar en un momento, tener la garantía de que Dios siempre está y siempre responde.

Dando un paso más sobre el texto, en muchas ocasiones nos ocurre como al paralítico: no tenemos ya ganas de nada, parece que todo nos sale mal. Pero el paralítico se dejó llevar por los cuatro que tenían fe y confiaban en Dios. Sí, claro –afirmamos en nuestro interior-, nosotros confiamos en Dios. Bueno a veces confiamos demasiado en nosotros mismos, y nuestro parecer nos parece el parecer de Dios. Y, por otra parte, lo que nos parece bueno e inmejorable, llegamos a pensar que eso es lo que Dios quiere. Sin embargo, necesitamos reconocer que lo que Dios quiere como principio (por ejemplo, defender la justicia) puede no ser aplicable a un momento determinado de mi vida (por ejemplo: ser misericordioso).

Esto es algo que reviste gran importancia en la convivencia humana, y más en el matrimonio, porque muchas veces damos muy por seguro que tenemos la razón más absoluta y que Dios está conmigo y que «tú eres el que estás equivocado». El amor todo lo salva. Cierto. Pero uno tiene que entregarse al amor. Y la verdad es que para entregarse al amor no hay más que ir al principio: «Amarás a Dios sobre todas las cosas. Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser».

Toda vida comunitaria del cristiano en la Iglesia nace desde este principio que Dios entregó a Moisés en el Sinaí y, observamos que cuando esto no se hace verdad en la vida, las diferencias llegan a crear abismos, las debilidades llegan a ser pecados y los pecados catástrofes. Y, por otra parte, cuando no es así, los defectos nos destrozan. Pero, constatamos que tenemos muchos defectos. No somos ángeles, tan solo somos hombres.

Es un consuelo contemplar la conclusión del pasaje evangélico: el fruto de la fe firme de estos cuatro hombres, no fue que el paralítico fuera curado, sino que Jesús perdonó sus pecados.

Es hermoso pensar que cuando yo oro, cuando yo estoy firme ante Dios, cuando oro desde el silencio de mi corazón, «en el silencio habla el amor».

Podríamos traer a colación también aquellas últimas palabras de Jesús: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»: Jesús nunca juzga,  nunca condena. Nunca. Nunca.

Jesús en este caso al paralítico le dice: «Tus pecados son perdonados». No entra a analizar ni la causa de la enfermedad, ni su actitud interior, ni cuantos años lleva enfermo... El paralítico tampoco dice palabra alguna. Solamente los cuatro portadores rezan -diríamos hoy- por él. ¡Qué distintas serían muchas cosas en nuestras vidas si nosotros rezáramos más los unos por los otros! El esposo por la esposa, la esposa por el esposo, los hermanos por los hermanos...

Pongamos un ejemplo: yo tengo problemas con una persona porque me parece que es muy exagerada y considero que está equivocada. El problema no es de esa persona, el problema es mío. No rezo bastante por él, y como no rezo bastante por ella, no llego a amarle con el amor de Dios aunque yo me crea que sí. Y yo vivo en el engaño en el desamor, creyendo que soy maravilloso, que esa persona es muy exagerada, que está equivocada. Pero el verdadero problema que tengo es que mi mente está engañada respecto a dicha persona porque no rezo bastante por ella. Estoy equivocando mi camino, porque no me muevo en el amor, sino en el desamor. Lo primero que tengo que hacer es orar por ella, desde el silencio, como Jesús en el Calvario: «Padre, perdónales que no saben lo que hacen».

Los Apóstoles también estuvieron callados en la Transfiguración y así pudieron escuchar. Nosotros hablamos tanto que no oímos a Dios y lo que es indiferente o normal entre la gente de nuestro tiempo, llega a parecernos Palabra de Dios, lo máximo, lo inmejorable. Y, así, muchas veces vivimos engañados.

El paralítico, por su parte, también calla y guarda silencio, mientras los portadores piden por él. Dios habla. El lo oye.

Porque no hay forma de que yo pueda escuchar a Dios si yo me paso la vida hablando, como no hay forma de que yo oiga a nadie si me paso la vida hablando. Es imposible escuchar si no amo el silencio, si no dejo que el silencio sea el control de mi pensamiento para conducirlo hacia el amor, hacia la entrega desinteresada. Amar sin esperar nada a cambio –como suele escucharse con frecuencia-, ese es el silencio.

Siguiendo el texto del paralítico, los cuatro desaparecen rápidamente de la escena. Solamente Jesús mantuvo su presencia a través de sus palabras («la fe de estos...»). Pero Jesús va más allá: perdona sus pecados y, como consecuencia, cura la enfermedad.

A causa de nuestro silencio y de nuestra oración frecuente, más que frecuente, constante, vamos a alcanzar el perdón de los pecados y vamos a alcanzar la salud, del cuerpo y del alma, por qué no.

Pero «no tenemos tiempo». Tenemos que hacer tantas obras de caridad... tantos servicios a tantas personas que padecen, tenemos que cubrir tantas horas con el trabajo, y atender tanto a nuestros hijos.. que todas estas cosas pasan por delante de la oración y de nuestro «estar en Dios»

Pero la Palabra del Señor hoy quiere hacer algo nuevo

-como dice el profeta Isaías- y quiere que revisemos nuestra vida, para ver si Dios es el primero en nuestra vida efectiva y realmente. Una vida vivida desde el silencio, la humildad y la pequeñez. Pasando desapercibido.  

Por estos cuatro hombres el paralítico fue perdonado, por ellos fue sanado. Y por ellos hizo Dios -como dice el profeta Isaías- «nuevas todas las cosas».

En estos textos, simples y sencillos, encontramos un programa de vida. Y yo diría que en ellos todo se nos reduce a vivir como el Salvador, a vivir como el Señor, haciendo y siendo instrumentos de ese algo nuevo de Dios, ese algo nuevo que comenzando en nosotros cada día, desborde nuestra vida y se comunique en nuestro entorno y hasta donde Dios quiera. Pero no siendo Dios el tercero en nuestra vida, el que está entre uno y otro. Dios es el primero para todos y cada uno. El Cantar de los Cantares lo afirma con claridad: «Yo soy para mi Amado y mi amado es para mí». Yo soy de Dios, y eso no se puede cambiar. Es una palabra dada que está escrita en el Libro de la Vida.