Domingo IV del Tiempo Ordinario, Ciclo B

La autoridad que nace del Amor

Autor: Padre Alberto María fmp  

 

 

Anotaciones a las lecturas: 

Dt 18, 15 20;  Sal 94, 1 2. 6-7. 8-9;  Cor 7, 32 35;   Mc 1,21-28  

Dos términos resaltan sobremanera del evangelio que acabamos de escuchar.

El primero es la afirmación de las personas que escuchaban a Jesús: «Este habla como el que tiene autoridad».  

En nuestro tiempo observamos una profunda crisis de autoridad porque quizás los ejemplos civiles que recibimos no son precisamente los más cualificados, ni los que más reflejan un sentido de verdadera autoridad. Esa autoridad que nace de la coherencia, de la honestidad, del respeto y de la entrega.

Evidentemente la autoridad de la que hablaban respecto a Jesús es la autoridad de aquel que vive, que vive lo que dice y que dice lo que vive. Porque la comparación resurgía entre la autoridad de Jesús y la autoridad de los escribas y fariseos. En otro lugar dirá: «porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1, 22).

Los escribas, al igual que los fariseos, tenían una lección aprendida, pero Jesús vivía lo que decía y decía lo que vivía. Era coherente con aquello que había en el corazón de Dios en todas sus dimensiones. Jesús hablaba de lo que vivía y las palabras no hacían sino expresar aquello que El vivía. Las palabras no eran más que pequeños vehículos donde se transportaba la vida. Y la correlación directa entre la vida y la palabra era tan absoluta que causaba la admiración de los que le escuchaban y el reconocimiento de su autoridad.

Las aplicaciones personales las podemos concluir cada uno de nosotros aplicando la Palabra a la propia vida.

Por otra parte, el evangelio nos plantea una situación bastante común en el tiempo: entre los presentes se encontraba alguien que tenía espíritu de mundo. La constatación representa una profunda antítesis: están presentes la autoridad de Jesús y la desobediencia por principio. Aquel cuya identidad y cuya fuerza se basa en la desobediencia, en salirse del plan de Dios, del proyecto de Dios buscando un propio proyecto. El príncipe de este mundo, el engañador -como llamará Jesús- .

Nos sitúa en la relación entre -como dice el evangelio en otro lugar- los que son de Dios y los que no son de Dios; los que están con El y los que no están con El. La autoridad y la desobediencia.

Desde este aspecto, nos cuestiona nuestro sentido de obediencia para que tomemos clara conciencia de que nuestra relación personal con el Señor está apoyada en ser El quien es y en que su Palabra es Vida y que su Vida es Verdad y que su Verdad es mi Camino. Nuestra relación con Jesús se mueve entre Salvador y salvado: El me ha sacado del abismo y yo voy tras de El porque reconozco en El a mi Salvador personal, a Aquél que lo ha dado todo por mí, y, por ello, iré donde me lleve, aún siendo plenamemnte consciente de que «las zorras tienen madriguera y los pájaros nido pero el Hijo del hombre no tiene donde recostar su cabeza» (Lc 9, 58). No importa, yo lo seguiré.

Nuestra relación personal está centrada pues en esa autoridad de Dios y en mi obediencia que es el seguimiento de Jesús. Ir donde El va, teniendo -como dice Pablo- «los mismos sentimientos de Cristo» (Flp 2, 5) y «hacer la voluntad del Padre que me ha enviado» (Jn 4, 34). Lo demás es -como dice también en la Escritura- “vanidad de vanidades” y “azotar vientos”. “Dar palos al aire” -diríamos en castellano.

Por eso el Evangelio nos pone el contrapunto de ese endemoniado, es decir, de aquel que ha ocupado una persona en lugar de Dios. Y nos lo propone para que nos demos cuenta del significado de la desobediencia con el fin de que nos adhiramos más fuertemente a Jesús, de que no distraigamos nuestra obediencia, nuestro seguimiento de Jesús «detrás del rebaño de otros compañeros» (Ct 1, 7).

El fragmento del Evangelio que acabamos de escruchar nos manifiesta claramente que donde está Jesús -de alguna manera- también está el engañador buscando cómo seducir, cómo engañar, cómo ocultar, esconder y cómo distraer la atención del hombre apartándola Dios. El objetivo es claro: El engañador quiere que el hombre viva en la desobediencia y Dios quiere que el hombre viva conducido por su autoridad.

Lo que Dios le propone es la autoridad que nace del amor. No dice porque impone, dice porque ama, porque Dios sabe lo que es lo mejor, lo que nos conviene... La palabra entera de Jesús son las indicaciones de Dios para aquellos a quienes El ama -como dijo el ángel la noche de Navidad- «para los hombres a quienes Dios ama» (Lc 2, 14). No son situaciones ni mandatos arbitrarios, como pueden ser los nuestros, que hoy nos apetece hacer una cosa y mañana nos apetece hacer otra y nos movemos muchas veces por criterios pasajeros. Al viento que mejor sopla. En la dirección que cualquiera nos indica.

El Señor es la roca firme sobre la que podemos edificar la casa. El Señor es el que tiene autoridad, es decir, el que sabe lo que dice y el que dice lo que sabe. Porque al Señor no se le oculta nada. Nos habla de nuestros aciertos y nos habla de nuestros pecados. Nos dice lo que está bien y nos dice lo que está mal. Porque «El quiere que todos los hombres se salven y lleguen a conocer la verdad» (1 Tm  2, 4). Y Dios es la Verdad. Por eso Jesús ni supo, ni pudo, ni respondió a Pilatos qué es la verdad, porque Pilatos no era capaz de entenderlo. Como nos ocurre a nosotros mismos que -como dice santo Tomás de Aquino- «De Dios sólo podemos saber lo que no es».

Por eso el Señor, que nos deja constancia de que sabe lo que dice y dice lo que sabe, no guarda nada para sí. El Padre nos mandó al Hijo, el Hijo nos mandó al Espíritu para que todo lo que dice el Padre y el Hijo nos lo dé a conocer el Espíritu. El Padre Dios se desborda, Jesús se desborda en esa coherencia de su mensaje y en esa certeza de lo que dice. Por ello el Señor nos propone y nos recuerda que El tiene autoridad, que El sabe de qué va, que El sabe lo que dice, que El dice lo que sabe, que El es lo mejor de nuestra vida. Y nos advierte: tened cuidado porque «vuestro adversario el diáblo, como león rugiente anda buscando a quién devorar» (1 Pe 5, 8).  Por eso dirá también san Agustín que «no es lícito mentir ni para sacar un alma del purgatorio». El Señor nos propone una coherencia de vida como la suya: vivir lo que creemos y creer lo que vivimos. Aunque, en muchas ocasiones, nuestro dilema es que no creemos lo que vivimos o no vivimos lo que creemos. Creemos en un Dios Padre misericordioso y sin embargo no vivimos con misericordia. Somos muy duros a veces juzgando a otros. Creemos en un Dios lleno de bondad y no somos bondadosos unos con otros. Creemos en un reino de los cielos y lo obstaculizamos con nuestras actitudes negativas. Por eso el Señor nos llama a reconocer esa autoridad que nace de la coherencia de creer lo que dice y de vivir lo que creo de verdad. Hacer de la fe nuestra propia vida -como insiste el Papa Benedicto XVI en su primera encíclica Deus caritas est.

La fe nos conduce a la vida. La vida nos conduce a la fe y tanto la fe como la vida son el engranaje en el que se mueve el amor.

Por eso el evangelio de hoy nos recuerda aquellas palabras del Deuteronomio: «Yo pongo ante ti vida y muerte. Escoge la vida para que vivas» (Dt. 30, 19). El Señor nos propone seguir a Jesús, vivir bajo su autoridad. Y nos recuerda también la necesidad de ser cautos porque la otra alternativa está ahí al lado. También puede ser objeto de nuestra elección y muchas veces sucumbimos al engaño dejándonos seducir por la otra opción.

El Señor nos dice «escoge la vida para que vivas», y nos llama a vivir reconociendo en El su palabra coherente y veraz, creyendo esa palabra y viviendo según esa palabra. Siguiendo a Jesús de verdad y sin buscar términos medios; porque en este caso en el término medio no está la virtud, sino los arreglos que no convencen a nadie o las situaciones como las de los fariseos, de las que Jesús decía: «Haced lo que dicen, pero no lo que hacen» (Mt 23, 3), porque no son coherentes, ni viven lo que dicen ni lo creen en verdad.

De esta manera nos llama a vivir bajo su autoridad reconociendo esa autoridad que nace del amor y de la vida; esa autoridad que nace de la entrega y de la misericordia, de la entrega incondicional y de ese vivir aquello que dices y de ese manifestar claramente aquello que vives para que el hombre conozca a Dios, alcance a Dios y Dios pueda volver a este mundo nuestro que trata de ocultárnoslo como quien quiere tapar el sol con la mano. No lo conseguirá pero desgraciadamente quizás muchos sucumbirán o sucumben porque también falta amor.

Son necesarios hombres y mujeres que -como nos invita el evangelio- vivan lo que creen, creen lo que vivan y sean conducidos por la autoridad de Jesús  que va más allá de todo lo pensable y que nos conducirá más allá de todo cuanto podamos imaginar.