Camino de Infancia Espiritual de Santa Teresita 

Reconocer la propia nada

Autor: Padre Álvaro Cárdenas Delgado 

           

Ser niño, enseña Santa Teresita del Niño Jesús, significa “reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios” [1].

            A medida que nos vamos acercando a Dios, Él nos somete a la difícil prueba de profundizar en el conocimiento de nuestra impotencia y debilidad. A esta prueba pueden ser sometidas no sólo nuestras fuerzas físicas, sino también nuestra inteligencia, nuestra voluntad y toda nuestra vida interior.

            Dios nos hace débiles, porque sólo nuestra debilidad puede verdaderamente convertirse en nuestra fuerza. ¿Por qué en nuestra debilidad está nuestra fuerza? Porque la experiencia de la debilidad nos permite reconocer la verdad sobre nosotros mismos (que estamos radicalmente necesitados) y nos empuja a extender como mendigos nuestras manos hacia Dios, atrayendo de este modo sobre nosotros su omnipotencia, el poder de su misericordia. La verdadera grandeza del hombre no está en su propia fortaleza. El Señor nos enseña que el secreto de la verdadera grandeza consiste en “hacerse pequeño” como un niño (cfr. Mt 18,4) [2].

            El reconocimiento de nuestra propia nada debería poco a poco penetrar toda nuestra personalidad, hasta sus niveles más profundos. Este es un elemento fundamental e inseparable del camino a la santidad.

            Santa Teresita jamás deseó ser grande. Consideraba que quien es grande a los ojos del mundo, le resulta muy difícil vivir en la verdad, reconociéndose necesitado, débil y pequeño. De hecho, sólo al descubrir nuestra propia nada, podemos conocer y experimentar la profunda verdad que encierran las palabras de Cristo: "separados de mí no podéis hacer nada." (Jn 15,5).

            Esta actitud de infancia espiritual se expresa de forma más plena en un bebé. Ya un salmista, para expresar la experiencia de su pobreza espiritual y su actitud de abandono confiado en manos del Señor, no encontró mejor imagen que la del niño que se duerme en el regazo de su madre (Sal 131,2). El camino a la santidad constituye, en gran medida, volver a nuestro punto de partida (cfr. Mt 18,3), es decir, al estado del alma de un bebé después del Santo Bautismo (cfr. Jn 3,5). Es necesario volvernos de nuevo débiles e inválidos, como un niño pequeño que en su incapacidad se abandona en todo a su mamá y a su papá, a quienes ama y en quienes confía sin límites.

            Dios se complace en lo que es pequeño e insignificante, débil y miserable, humillado y despreciado. San Pablo enseña como Dios "ha escogido más bien lo necio del mundo, para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios." (1 Cor 1,27-29). Y San Lucas dice: "En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: 'Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido mejor.'" (Lc 10,21).

            Dios obsequia sus tesoros a los que son sencillos de corazón. A ellos les revela los misterios de su Corazón, ocultos a los “sabios” e “inteligentes". Dios se complace en la pobreza espiritual, se complace en la sencillez.

            Ellas te permiten ponerte en la verdad ante Él, pues sólo Dios es la fuente de toda la verdadera y auténtica grandeza, de toda la verdadera y auténtica sabiduría. San Pablo pregunta: "¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿de qué te glorías...?" (1 Cor 4,7).

            Los "sabios" e "inteligentes", en el sentido en que habla Jesús, son aquellos que  creen que por sí mismos son alguien, que se consideran ante sí mismos o ante los demás como gente importante; creen que sus conocimientos los hacen mejores o más importantes que los demás. Sin embargo, Aquél que "otorga su favor a los pobres" (Pr 3,34), "resiste a los soberbios" (St 4,6).

"Bienaventurados los pobres de espíritu" (Mt 5,3),         porque ellos se abren a la gracia; porque ellos se abren  a la  cooperación con el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad  (cfr. Jn 14,17), que actúa en nuestros corazones para que seamos "santificados en la verdad" (Jn 17,19); porque ellos quedarán colmados de la sabiduría, de la bondad y de la santidad misma de Dios.

            "Reconocer, aceptar y amar la propia debilidad, no es excusar el pecado, ni acomodarse a él, sino establecerse en la verdad, perder toda ilusión acerca de sí mismo" [3]. Esto es imprescindible, porque sólo al conocer tu propia miseria empezarás a recurrir al poder y a la misericordia de Dios. Mientras no descubras que sin Dios no puedes nada no podrás experimentar la grandeza de su poder.

            Esta súplica, este grito, que diriges a Dios con tu vida, debe ser constante. Cuando te sientas débil e impotente, abrumado por las tentaciones, las pruebas, o por continuas derrotas, recuerda aquella confesión extraordinaria de san Pablo: "pues, cuando soy débil, es cuando soy fuerte." (2 Cor 12,10).

 

[1] Teresa de Lisieux, Obras Completas, Edit. Monte Carmelo, Burgos 1998, pág. 880

[2] Cfr. Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour, Editorial Herder,1996, p. 586.  

[3] Santa Teresita del Niño Jesús, Consejos y Recuerdos, Edit. Monte Carmelo, Burgos 1957, pág. 22, nota nº 2.